Pero la legitimidad más vistosa era la tercera: el carisma. Los
caudillos eran obedecidos por los rasgos de su personalidad. Una parte
sustancial de la sociedad, a veces la mayoría, delegaba en ellos la
facultad de pensar y decidir. Podían saltarse a la torera las reglas y
las instituciones. El papel de las personas era aplaudir y repetir
consignas: “lo que usted ordene y cuando lo ordene, Jefe”.
El gran problema del caudillo carismático es que no puede transmitir
su poder. Pueden designar herederos, pero la relación entre éstos y los
gobernados es muy diferente. El previo endiosamiento del caudillo
sustituido pesa como una losa sobre la imagen del delfín.
En Argentina nadie ha podido calzar las botas de Perón, aunque todos
invocan su santo nombre en vano, mientras en Cuba Raúl Castro sufre la
constante comparación con su hermano Fidel.
Carlos A. Montaner
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