Mantener el orden en la convivencia supone dotar al propio sistema de ritos de rebelión como servomecanismos de
retroalimentación negativa que vehiculen las presiones ejercidas por el
propio sistema, por las propias estructuras. En un ritual los individuos son
animados u obligados a sentir algo, algo socialmente pertinente, y que funciona
como estímulo. En relación a éstos encontraríamos aquellos contrarrituales que
lo que hacen no es sino generar un mecanismo termostático que libera las
tensiones acumuladas que requiere el mantenimiento de un orden social
determinado. Es por tanto, en un momento crítico de esta presión cuando surgen
estos rituales de rebelión, estos contrarrituales. El rito captaría las
energías que se desprenden de las situaciones desorganizadas y conflictivas a
fin de convertirlas en positivas, haciendo de lo que es provocador de
enfrentamiento y desgarramiento social, un factor de reconstrucción y cohesión (Balandier, 1997).
Si, como decía Ortega y Gasset
(2002), “la forma de presión social que es el poder público funciona en toda
sociedad”, tendríamos que entender que es la propia comunidad la que busca
mantener un equilibrio en su realidad y esa búsqueda también implicaría tratar
de encontrar mecanismos que garanticen ese equilibrio. Si el ritual es un
mecanismo al servicio del control social, entendido éste como el control de la
sociedad ejercida desde la propia sociedad, en donde se produce una presión
ritual constante que garantiza dicho orden; entonces es indispensable que esta
presión sea aliviada mediante otro tipo de rituales. Así pues, desde esta perspectiva se entiende
y se espera que acontezca una desobediencia ritualizada.
Foto de Jordi Borrás
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