Llegamos a un punto social en donde lo último en la necesidad de la pertenencia al grupo es un absurdo juguete -discúlpenme por utilizar este nominativo porque ni siquiera tiene la utilidad del juego- que da vueltas llamado spinner. Lo llevan los niños pero también los adultos, o adultescentes como diría Eduardo Verdú en su libro del mismo nombre. Sus ventas logran récords ya previstos. Lo interesante de este pedazo de plástico es su absoluta inutilidad. Si bien hemos visto muchos de estos juguetes, todos guardaban relación con alguna proeza o con alguna área de nuestras vidas: las canicas con la puntería, la peonza con la pericia del equilibrio, el cubo de Rubik con la geometría y los algoritmos, las pulseras de colores con la suerte y el azar, etc. Se trata de una hélice que da vueltas entre los dedos pulgar e índice, sin más.
Se nos informa que fue un bondadoso invento de una madre a su hija autista, que no pudo renovar la patente y ahora el gran gigante del consumo se apropia de él y se nos vende como anti-stress. Nótese cómo el marketing hace estragos con el mundo infantil, tan necesitado de aliviar su estrés con estos pequeños talismanes.
Así que aquellos vendedores de humo, que ya ni se ocultan, están haciendo su agosto con la ignorancia y vacuidad de aquellos que adquieren este plástico. Es curioso el desconcierto que provoca, puesto que es algo que no es en realidad nada. ¿Alguien se ha quedado horas y horas mirando un ventilador? Parecería extraño, aunque quizá el efecto que genera su brisa fresca pueda hipnotizarnos durante algunos instantes. El spinner es la prueba de cómo está el panorama de las nuevas generaciones, a las que se les genera cualquier tipo de necesidad, sin importar hacia dónde va y qué provoca o estimula.
La exhibición de lo burdo como escenario social
Hace no muchos
años, la intimidad formaba parte de los interiores de las casas. Era en los
comedores, en las salitas, en los lavabos donde las personas se mostraban como
eran, con libertad. Todo quedaba en un secreto de puertas hacia adentro. Las
casas eran pequeños tesoros de intimidad. Y la puerta era lo que separaba lo
público de lo privado. Puertas de roble, de cristal, con pestillo, blindadas o
no pero al fin y al cabo ejercían su papel fronterizo entre lo propio y lo
ajeno.
Hoy día la
puerta ha transmutado en un dispositivo móvil donde se airean las
conversaciones privadas a diestro y siniestro: en el tren, el autobús o en la
calle. Cuesta encontrar la diferencia entre lo público y lo privado. Además se
comparten referentes y referencias que se extienden a través de las redes, con
la falta de juicio y crítica. Siempre se está dispuesto a caer en la necesidad
de sentirse rodeado de lo mismo para aquellos que se creen diferentes. Es la
era de los estándares de consumo, del logaritmo que nos guía...
En fin, si antes la vecina del quinto era tildada de
ordinaria por sus gritos y conversaciones por el patio de luces. Al menos ella
ejercía una función formativa y mostraba sus frustraciones a modo de griterío.
Pero hoy ya ni merece atención puesto que vivimos rodeado de modelos muy
parecidos o incluso aún más burdos y nos hemos acostumbrado a ello. El buen
gusto, la discreción o incluso la humildad son valores de otra era en manos de
otros héroes…
Suscribirse a:
Entradas (Atom)