Llegamos a un punto social en donde lo último en la necesidad de la pertenencia al grupo es un absurdo juguete -discúlpenme por utilizar este nominativo porque ni siquiera tiene la utilidad del juego- que da vueltas llamado spinner. Lo llevan los niños pero también los adultos, o adultescentes como diría Eduardo Verdú en su libro del mismo nombre. Sus ventas logran récords ya previstos. Lo interesante de este pedazo de plástico es su absoluta inutilidad. Si bien hemos visto muchos de estos juguetes, todos guardaban relación con alguna proeza o con alguna área de nuestras vidas: las canicas con la puntería, la peonza con la pericia del equilibrio, el cubo de Rubik con la geometría y los algoritmos, las pulseras de colores con la suerte y el azar, etc. Se trata de una hélice que da vueltas entre los dedos pulgar e índice, sin más.
Se nos informa que fue un bondadoso invento de una madre a su hija autista, que no pudo renovar la patente y ahora el gran gigante del consumo se apropia de él y se nos vende como anti-stress. Nótese cómo el marketing hace estragos con el mundo infantil, tan necesitado de aliviar su estrés con estos pequeños talismanes.
Así que aquellos vendedores de humo, que ya ni se ocultan, están haciendo su agosto con la ignorancia y vacuidad de aquellos que adquieren este plástico. Es curioso el desconcierto que provoca, puesto que es algo que no es en realidad nada. ¿Alguien se ha quedado horas y horas mirando un ventilador? Parecería extraño, aunque quizá el efecto que genera su brisa fresca pueda hipnotizarnos durante algunos instantes. El spinner es la prueba de cómo está el panorama de las nuevas generaciones, a las que se les genera cualquier tipo de necesidad, sin importar hacia dónde va y qué provoca o estimula.
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