Hace no muchos
años, la intimidad formaba parte de los interiores de las casas. Era en los
comedores, en las salitas, en los lavabos donde las personas se mostraban como
eran, con libertad. Todo quedaba en un secreto de puertas hacia adentro. Las
casas eran pequeños tesoros de intimidad. Y la puerta era lo que separaba lo
público de lo privado. Puertas de roble, de cristal, con pestillo, blindadas o
no pero al fin y al cabo ejercían su papel fronterizo entre lo propio y lo
ajeno.
Hoy día la
puerta ha transmutado en un dispositivo móvil donde se airean las
conversaciones privadas a diestro y siniestro: en el tren, el autobús o en la
calle. Cuesta encontrar la diferencia entre lo público y lo privado. Además se
comparten referentes y referencias que se extienden a través de las redes, con
la falta de juicio y crítica. Siempre se está dispuesto a caer en la necesidad
de sentirse rodeado de lo mismo para aquellos que se creen diferentes. Es la
era de los estándares de consumo, del logaritmo que nos guía...
En fin, si antes la vecina del quinto era tildada de
ordinaria por sus gritos y conversaciones por el patio de luces. Al menos ella
ejercía una función formativa y mostraba sus frustraciones a modo de griterío.
Pero hoy ya ni merece atención puesto que vivimos rodeado de modelos muy
parecidos o incluso aún más burdos y nos hemos acostumbrado a ello. El buen
gusto, la discreción o incluso la humildad son valores de otra era en manos de
otros héroes…
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