Comentaba Balandier en su magnífica obra, El Poder en Escenas, que la manifestación callejera se ha convertido en las sociedades de libertad en un medio institucionalizado o, casi, codificado y ritualizado, de mostrar espectacularmente la oposición a determinadas decisiones de los gobernantes, o de poner de relieve mediante el recurso a la dramatización los efectos inaceptables de una situación económica y social. Pero ¿qué ocurre cuando es el mismo poder quien se encarga de apropiarse de esta efervescencia? De este modo son los mecanismos de poder los encargados de neutralizar la espontaneidad de estos movimientos, despojándolos de su naturaleza primera y última que es la explosión sentimental compartida. Así, se neutraliza y se canaliza una fuerza informe capaz de cualquier cosa.
Con el tema de la independencia de Cataluña ha ocurrido este fenómeno. Se recurre a un referéndum, limitando y polarizando a la opinión pública sobre su necesidad o no, y ante un sentimiento que se desconoce si es global o no. De este modo se genera, por un lado una neutralización de esa fuerza colectiva, que ya se lleva haciendo con el marketing que acompaña a la Diada catalana (manifestaciones con recorridos pautados, dinámicas de participación ciudadanas totalmente mercantilistas, ...). Y, por otro, se colectiviza el sentir de una determinada fuerza política, como canalizadora de un sentimiento social más o menos generalizado en contra de un gobierno general corrupto. De esta manera, estos dos aspectos se reducen a uno solo y la instrumentalización del ciudadano mediante una decisión a modo de voto. Una decisión ante la que reina la desinformación, el despiste mediático y la falta de memoria coherente ante una sociedad instalada en recreación y no la vivencia.
Quizá la cuestión de base sería el derecho a decidir de los catalanes, y el derecho a ser de los ciudadanos, sean de donde sean y vivan donde vivan.
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